Son las 20.30 del sábado, falta un día para que la selección pierda su tercera final en tres años y Lionel Messi escupa su renunciamiento histórico, pero si scrolleamos el timeline de Twitter hay gente que vive en 1986 y transmite un partido desde México. Diego Maradona le hace dos goles –golazos- a los belgas. El resultado se anuncia en presente: la Argentina es finalista, va a jugar contra Alemania. El recurso puede ser divertido y consiste en contarnos el Mundial más paradisíaco para los argentinos en tiempo real, como si lo estuviéramos viviendo ahora mismo, una epifanía online planificada que nos devuelve un rato a la infancia
Y creo que fue antes del suplementario, ya ni importa, cuando en el estadio de Nueva Jersey en el que vivimos la tercera pesadilla se escuchó a Rodrigo cantando la Mano de Dios, el Maradó, Maradó. Aunque se tratara de un guiño a la argentinidad, sobre todo en ese instante crucial, cuando ya se nos había repetido la escena de Gonzalo Higuaín errando en un mano a mano, la musicalización del Potro se pareció a otra forma del karma que le pisa los talones a Messi, el recuerdo permanente de Diego, la comparación a toda hora, un espejo brutal que le devuelve la imagen de lo que no es.
Nos pasamos estos años diciéndole a Messi cómo tenía que hacernos felices. Y se lo recordamos durante todo este junio con una nostalgia de alta intensidad; mostrándole la fórmula maradoniana de México 86. Un día después de que metiera su tiro libre supersónico contra Estados Unidos pasó algo que, aunque resulta obvio, no deja de ser impresionante: sin tiempo para disfrutar lo que teníamos a mano –para disfrutar a Messi- nos armamos una cadena nacional para revivir la obra de arte de Maradona contra los ingleses. No lo juzgo, yo mismo participé de esa jornada retro: se cumplían 30 años del partido más maravilloso que nos dio el fútbol; el que tiene al gol más lindo, el que tiene al gol más redentor y el que tiene todo ese morbo bélico envuelto en los cuartos de final de un Mundial. Y lo recordamos porque después de eso no tuvimos casi nada. Básicamente, no volvimos a tener otro Mundial.
Ya está. Todo es incomparable. Pero mi hipótesis es que hay que empezar a matar un poco todo eso hermoso que nos pasó. No tengo idea cómo; estoy en la misma que ustedes, compañeros. Y tampoco digo que por eso se va a ganar un título. Pero sepamos que en unos días vamos a estar online con la final contra Alemania, y que alguno va a decir que Diego gana finales y que Messi, no. Ya que vamos a estar con el revival tanguero, volvamos a ver ese partido, el peor de Maradona en el Mundial, acosado por tropas alemanas que no lo dejaron respirar. Cada vez que agarró la pelota, chocó. Chocó una y mil veces. Pero Jorge Burruchaga hizo, después de su pase, el tercer gol. Contra eso no hay nada; contra eso tenemos el gif que se nos repite en las pupilas: los goles que erró Higuaín en loop.
El mito siempre se deforma con el tiempo. Toma vida propia, la que nosotros le damos. Y Maradona no va a dejar de ser lo que fue –y lo que es- porque le pasemos un poco el paño a los anteojos, como hacen con ese meme de Twitter. Igual, no importa. Porque es una comparación que siempre va a ser injusta -una comparación imposible- porque siempre va a terminar con la imagen de Maradona levantando una copa del mundo al lado de otra que nos estruja el corazón, la de Messi mirando ese trofeo dorado con los ojos perdidos en un Maracaná alemán. Quizá sea su drama, pero también es el nuestro, el de los que tenemos arriba de 35 años y –rango arbitrario- menos de 50. Saber que hay una inocencia que se terminó. Si los Mundiales son el Disney de los futboleros, México 86 es para nosotros el retrato melancólico de una Polaroid, nuestro Italpark. No vamos a volver a tener otro así.
Y no lo vamos a tener ni aunque el renunciamiento histórico de Messi sea sólo un momento de angustia y Rusia 2018 nos entregue la foto que más deseamos y la que seguramente él más desea. No vamos a tener el contexto, no vamos a tener esos partidos, el color gastado de las imágenes, no vamos a tener el me das cada día más de Valeria Lynch, no vamos a tener una película como Héroes y no vamos a tener quién lo relate como lo relató Víctor Hugo; todas piezas de un rompecabezas que completa nuestra nostalgia de una épica irrepetible. Incomparable también –más allá de la cuestión política y de las sospechas, o quizá por eso- al Mundial 78.
Veamos lo que pasó en estos días. Messi criticó a la AFA, ¿y en qué pensamos? Pensamos que Messi maradoneó. También pensamos que maradoneó con la renuncia a la selección, esa bomba de neutrones que convirtió nuestros estómagos en miles de Hiroshimas y dejó a la derrota contra los chilenos en una nota al pie de página. La comparación siempre será al derecho y al revés. Porque se puede decir eso, que las lágrimas después de perder la final y esa decisión de mandar todo a la mierda se acerca más a la temperatura corporal de Diego. Pero también está el que a esta hora escribe en algún muro de Facebook que a Maradona no se le ocurriría renunciar a la selección. O que Maradona no hubiera errado su penal. No importa que Diego haya pasado largo tiempo sin jugar para la selección, no importa que Diego haya errado un penal contra Yugoslavia en Italia 90: lo que importa es que todo lo que no hace -y hace- Messi siempre será lo que hizo –y no hizo- Maradona, su antiejemplo, que también puede ser su anticristo.
Y la verdad es que Maradona fue, en este tiempo, más generoso con Messi que los que intentan ponerlos en un espejo. Dentro de toda su verborragia, nunca actuó como una estrella celosa. No lo fue cuando lo tuvo de jugador en la selección. Y tampoco lo es como comentarista de la realidad. No vale contarle lo que le dijo a Pelé en esa conversación de mingitorio, una charla privada que, incluso, resultó bastante moderada porque se sabe que en público se dice sólo el 0,01% de lo que sostiene en privado. Pudo ser peor.
Maradona es también un exégeta de la tribuna, un perfecto intérprete del discurso futbolero. “Si no ganan, que no vuelvan”, dijo unos días antes de la final, por televisión. Del sentido común implícito a la consigna brutal. Porque ganar esta Copa América –la Centenario, un invento para la sobrefacturación que se convirtió en una cárcel para empresarios y dirigentes- se hubiera sentido más que nada como un alivio; lo que siente un desactivador de bombas en las películas cuando corta el cable correcto.
O las disculpas de Messi por no habernos entregado antes el caliz de la felicidad. Fue la ocurrencia de los publicistas de TyC Sports musicalizando el anuncio de la final con una canción ochentosa de María Marta Serra Lima, apelando con ingenio a esa idea desplegada entre algunos hinchas. “Yo perdoné porque te amo / ni se te ocurra una vez más / la tercera es la vencida / te lo juro por mi vida / y yo no soy de jurar”, nos cantó María Marta entre esas postales del dolor que fueron las finales de Brasil 2014 y Chile 2015. Ya sé que la literalidad nos va a matar a todos, pero no dejo de pensar en cómo se nos estableció una idea de traición: ya te perdonamos dos, no te vamos a perdonar otra. Otra forma de decir, si no ganan, no vuelvan. Y de fondo, durante todo el torneo, algunos enviados especiales que arrancaban sus preguntas a los jugadores casi con un reclamo: “Esta no se les escapa, ¿no?”.
Es cierto que algo cambió en este tiempo. Messi era un jugador que guardaba la angustia en su intimidad. En la anterior final de Copa América supimos que había llorado porque lo contó Lucas Biglia unos días después. La imagen de esa derrota fueron los dos chilenitos que se acercaron a consolarlo; la de este domingo fue verlo sentado en el banco de suplentes, solo, desconsolado, como cerrando un círculo que empezó en el Mundial 2006 cuando José Pekerman lo dejó inexplicablemente sin partido. Y después llorando. Nunca habíamos visto llorar a Messi. Nunca le habíamos conocido esa cara mocosa, ahora envuelta en una barba hipster, la que algunos creyeron que le daba los poderes necesarios para desterrar la maldición.
Parece difícil pensarlo, pero mi impresión es que Messi no jugó mal ninguna de las últimas tres finales. Con el tiempo, aunque escribí lo contrario en su momento, entendí que no lo había hecho mal en el Maracaná. Y mucho menos lo hizo mal esta última, en la que, después del deja vu de Higuaín frente al arco -por marcar una instancia de quiebre- quedó abandonado por el equipo y, sobre todo, por las decisiones de Gerardo Martino, que pareció enviar desde el banco el mensaje de que todo lo que quedaba era esperar el milagro del 10. Messi encaraba chilenos y en la carrera sólo podían frenarlo con faltas. Se hizo cargo de todo. Van a decir que se espera más de él. Todos esperamos más de todos. Y en esto se ha corrido la vara una y otra vez: el periodismo pasó de preguntarse por qué Messi no rinde en la Argentina, a preguntarse por qué no rinde en las finales.
No analizamos partidos, analizamos resultados. Nos acostumbramos a eso. Peor: analizamos definiciones por penales. Y necesitamos culpables. Un culpable, dos culpables, tres culpables. Entonces, en ese juego, se pide sangre para una generación de futbolistas que perdió tres finales porque primero se las construyó. La Argentina estuvo 25 años sin pasar los cuartos de final en un Mundial hasta que atravesó ese muro psicológico en Brasil. Y hace 23 años que no gana una Copa América. No parece que el problema sea de Messi, Mascherano y compañía. Tampoco me atrevo a encontrar un solo problema, si es que hay uno y si es que es el mismo, para esas tres derrotas. Aunque sí, con técnicos diferentes, podríamos encontrar algo en común: el cambio en el plan de juego del equipo respecto a cómo lo había hecho en partidos anteriores. En los tres generaron efectos inversos porque las dos finales de Copa América fueron lo peor de equipo en ambos torneos, mientras que el partido contra Alemania fue el mejor de la Argentina en Brasil 2014. Aún así, también tengo la impresión de que en ninguna de las tres finales la selección fue superada. Pero qué importa decirlo ahora, o qué importa para algunos que haya sido así.
Lo cierto es que si hubo un problema, no fue Messi. Y tampoco hace falta defenderlo. Cada uno sabe lo que disfruta y cómo lo disfruta. No pido que le pase al resto, no doy lecciones de superioridad moral, ni me creo un mejor humano por esto, que cada uno lo sienta como quiera, pero Messi me hace feliz así como está. Me emociona, incluso, así: sin mundiales, sin copas américas, sin copas de leche, sin tirar títulos. Me gusta verlo jugar y es todo lo que quiero de él, que juegue. Y si es por competir, es demasiado obvio que hay muchísimas más chances de ganar con Messi que sin Messi. Pero no le voy a pedir que me devuelva mi México 86. Messi me lleva a la infancia cuando me deja mirando como un tarado sus movimientos. El domingo a la noche mis hijos se fueron a dormir tristes. Sobre todo el más grande, que tiene nueve años y aceptó la derrota con más dignidad que yo. Lo que no aceptó, en cambio, fue saber a la mañana que Messi no jugaría más –o por un tiempo- en la selección. Tuve que hacerle escuchar lo que dijo y recién ahí, envuelto en una desazón que no había tenido ni siquiera con la final perdida, aceptó que no tener a Messi era una posibilidad. Esas generaciones, sin un pasado con qué compararse, son felices con Messi fuera de todo condicionamiento.
Quizá lo sepamos con el tiempo, pero su renuncia se parece más el producto de una impotencia genuina, un agotamiento después de las tres frustraciones, mezclado con una advertencia a todo ese desastre que gobierna la AFA. Aunque esas decisiones se toman con mayor profundidad y es posible que Messi lo haya definido antes, incluso más allá del resultado. Tomarse un tiempo, reposar esta relación. Y si es un alzamiento contra la dirigencia -no parece tan así, ni siquiera se puede saber qué dirigencia- que sea explícito y se busquen soluciones de fondo.
Messi no va a volver por nuestro hashtag en Twitter o por el ruego de la tapa de un diario, aunque nada esté de más. Tampoco por que se lo pidan los jugadores del 86 -¡otra vez el 86!- como propuso con las mejores intenciones el Tata Brown y dijo que iba a hablar con los muchachos. Messi va a volver –yo creo que va a volver- porque su ausencia va magnificar su presencia. Maradona se convirtió en un grito de guerra de los hinchas cada vez que la selección jugó mal cuando él no estaba. Volvió después del 0-5 con Colombia y ya sabemos cómo siguió esa historia. Pero también pasó con Riquelme en Boca y con Ortega en River. Un héroe ausente es un superhéroe. Un hombre sin defectos. Messi entenderá que hay que seguir inténtandolo. Es parte de la solución. Ya se secará las lágrimas y volverá a hacernos felices.